Miguel Ángel García Valero
Coordinador de Patrimonio histórico y Natural del Ayuntamiento de Boadilla del Monte
Giacomo Girolamo Casanova (1725-1798) fue probablemente uno de los aventureros más conocidos del siglo XVIII, cuyas andanzas tuvieron lugar en diversos países de Europa destacándose por su especial inclinación por el género femenino, fundamento por el que es conocido en gran parte del orbe. Autor de varios libros, sus aventuras quedan reflejadas en una obra autobiográfica titulada “Histoire de Jacques Casanova de Seingalt, vénitien, écrite par lui-même à Dux, en Bohême”, escrita entre 1789 y 1798, que a partir de una edición completa de 1960 se conocerá con el título de “Histoire de ma vie”. Esta obra incorpora el relato de su estancia en España donde dice haber venido a “instruirme observando las costumbres de una nación digna de estima que no conocía y, al mismo tiempo, a sacar partido de mis escasas luces, si puedo ser útil al gobierno”.
En Madrid su estancia se desarrolla entre 1767 y 1768, donde conoció al Conde de Aranda, entonces presidente del importante Consejo de Castilla, y gracias a quien saldrá de la cárcel del palacio del Buen Retiro tras su detención por portar armas. Sobre todo, destaca la intensa relación que tuvo con el pintor Antón Mengs, entonces pintor de la corte y hombre influyente en esta. Mengs le acogió en su casa, donde conoció al arquitecto Sabatini, y fue su consejero en varias ocasiones.
Casanova visitó Aranjuez durante la estancia de la familia Real en este palacio y aquí trabo cierta relación tanto con Domingo Varnier, uno de los ayudas de cámara del entonces Príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV, como con una camarera de la princesa. El aventurero en su narración realiza algunas curiosas alusiones al Infante don Luis al referirse al Rey Carlos III, si bien no hay certeza de que conociese en persona al rey y al infante. Con todo, realiza apreciaciones que podrían hacernos pensar en que, si pudiese conocerlos en alguna ocasión, por ejemplo dice que “Estaba encantado de ver almorzar a Su Católica Majestad todos los días a las once, comer siempre lo mismo, irse de caza a la misma hora y volver con su hermano, cansado a más no poder”.
Por lo que se refiere expresamente al Infante don Luis, con una frase sentencia su opinión sobre su cara: “Este rey era muy feo, pero era guapo en comparación con su hermano, cuya cara daba verdaderamente miedo”. Resulta curiosa esta afirmaión ya que es la única que conocemos que incida en la supuesta fealdad de nuestro protagonista, quien por otra parte guardaba una gran semejanza con su hermano Carlos III.
Una de las valoraciones más significativas de Casanova es la que remite a las relaciones entre el Infante Don Luis y su hermano, el rey, cuando dice: “Las atenciones que prodiga a su hermano el Infante son muy grandes; no sabe negarle nada; pero quiere ser siempre el amo. Se cree que le concederá el permiso de contraer un matrimonio de conciencia, pues teme que se condene, y no le gustan los bastardos. El Infante ha tenido hasta el momento tres”. Incidiremos en varios aspectos, por un lado, el gran afecto del rey por su hermano, que al parecer debió ser mas que evidente en la corte, pero desconocemos que peticiones realizaba el Infante que no le negaba su hermano, quien por otra parte debía tener siempre la última palabra. Por otra parte, la voluntad del Infante de contraer matrimonio de conciencia, también conocido como matrimonio secreto, que se llevaba a cabo con el permiso de la autoridad religiosa o civil y por motivos “graves y urgentes”, en este caso por haber concebido tres hijos bastardos, nos induce a suponer que este matrimonio deseado por el Infante lo fuese con alguna de las amantes madres de sus hijos. La vida licenciosa del Infante don Luis era bien conocida en la corte y entre el vulgo, ya que era habitual de los Altos de San Blas, los paseos de la Alameda o el conocido baile del candil. De sus varias amantes conocemos fundamentalmente a Antonia María Rodríguez, a quien se dirigía como “Antoñita” y sobre todo a María García Puertas, con quien reconoció haber tenido un hijo bastardo, lo cual implicó que llegase a considerarse la posibilidad de un matrimonio de conciencia con ésta, que finalmente acabo desterrada en Palencia, situación a la que puede hacer referencia Casanova en sus memorias.
Otra singular apreciación de Casanova es la que dice: “Este hermano del rey no viajaba nunca sin una imagen de la santísima Virgen que Mengs la había hecho. Era un cuadro que tenía dos pies de alto y tres y medio de ancho. La Santísima Virgen estaba sentada en la hierba y tenía los pies desnudos cruzados a la morisca; se veían sus santísimas piernas hasta la mitad de la pantorrilla. Cuadro que inflamaba al alma por vía de los sentidos. El Infante estaba enamorado de ella, y tomaba por un sentimiento de devoción lo que no era más que el más culpable de todos los instintitos voluptuosos, porque era imposible que al contemplar aquella imagen no ardiese en deseos de tener entre sus brazos, ardiente y viva, a la diosa que veía pintada en aquella tela. Pero el Infante no lo sospechaba. Estaba encantado de estar enamorado de la madre de Dios. Este amor le garantizaba la salvación eterna. Así son los españoles”. Algunos autores como Emiliano Herráez Pérez, biógrafo del Infante Don Luis, refieren que este tenía en su oratorio particular una sagrada familia de Antón Mengs que le acompañaba en sus desplazamientos a los reales sitios, circunstancia que era habitual con otros miembros de la familia real. Sin embargo, Casanova reseña con mucha precisión una imagen de una virgen, no de una sagrada familia, cuya descripción nos hace pensar que la pudo ver en algún momento. Por su parte, sorprende lo explícito de la voluptuosidad que veía Casanova en la imagen, al igual que, según el mismo, sentía el Infante Don Luis.
Posible retrato de Giacomo Casanova (1760) atribuido a Francesco Narici, colección particular.
Primera página del manuscrito original de Giacomo Casanova “Histoire de ma vie” (1797)
Retratos del Infante don Luis (1769) en el Museo de Arte de San Diego y de Carlos III (1765) en el Museo del Prado, ambos por Anton Mengs
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